La espiral

EUGENIO Trías quiso construir un sistema. Es decir, un cercado conceptual donde la vida adquiriese sentido. No tengo la menor idea de si lo consiguió, y si de conseguirlo le funcionó con eficacia. Deduzco de las múltiples reseñas periodísticas sobre su muerte que hay muchos especialistas que manejan con soltura asuntos como el límite y la sombra, y aún más, la sombra del límite y el límite de la sombra. De lo que me congratulo, porque hace irrelevante mi ignorancia. Yo solo pude conocer el proceso de construcción de su sistema; observar su voluntad férrea, de otro tiempo, de una noble humanidad arrogante. En tiempos fragmentados, aforísticos, nanológicos, Trías quiso pensar a lo grande. La ambición tuvo efectos magníficos. El espectáculo de un creador peleándose con asuntos que le sobrepasan y hasta que le vapulean, ese toma y daca, es uno de los grandes momentos del pensamiento y del arte. Pero, además, tiene efectos prodigiosos cuando la mirada del creador se proyecta sobre asuntos supuestamente menores. Si Trías escribió páginas memorables sobre La Traviata (en su Tratado de la pasión) o sobre Vértigo (en Lo bello y lo siniestro) fue porque desde niño se había propuesto retar a dios en cruento desafío. Y porque sabía que dios se ocultaba en todas partes, con especial apego a la espiral del moño de Kim Novak. Había visto decenas de veces la película de Hitchcock. Una tarde le pregunté si había llegado a entenderla, mordió el chicle de nicotina y dijo que no. Es verdad que en su pelea ha acabado muriendo; pero solo unas horas antes de que renunciase el primer papa que lo deja desde aquel Gregorio XII de 1415. Los periodistas sabemos muchas de estas inapelables relaciones entre causas y efectos.

Tuvo otra cosa. No acababa de estar completamente bien en parte alguna. Ni en el campo ni en la ciudad; ni en Barcelona ni en Madrid; ni en el aula ni en la calle; ni en la especulación ni en la divulgación; ni en el periodismo ni en la ficción; ni en el Opus ni en el comunismo; ni en El País, ni en EL MUNDO ni en Abc. Este desasosiego lo hizo un hombre poco fiable. Pero también lo convirtió en un raro español antisectario. Como su queridísimo hermano Carlos (las primeras letras de aquel Cargenio que escribía novelas a cuatro manos) traicionó su pijería ontológica con el desarrollo de un incompatible gusto por la dificultad. Pero siempre conservó el encanto de fábrica.

>Vea el videoblog de Carlos CuestaLa escopeta nacional. Hoy: Y aquí no dimite nadie.